James Marshall

The New York Times
Aug. 9, 2021

by Vanessa Barbara
Contributing Opinion Writer

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SÃO PAULO, Brasil — No sé si es porque al fin me aplicaron la primera dosis de la vacuna contra la COVID-19 —quizá la esperanza sea un efecto secundario de la vacuna de AstraZeneca—, pero por primera vez en esta larga pandemia, siento que el presidente Jair Bolsonaro quizá no logre acabar con todos nosotros.

Sí, lo está intentando con todas sus fuerzas: hemos registrado más de 560.000 muertes hasta el momento —somos el segundo lugar con mayor número de víctimas en el mundo después de Estados Unidos— y la variante delta está en camino. Desde el principio, el presidente saboteó los intentos de frenar la transmisión del virus, patrocinó tratamientos ineficaces, ayudó a difundir noticias falsas y permitió, a causa de su negligencia, que otra variante del virus se extendiera.

Sin embargo, ni siquiera Bolsonaro pudo acabar con el amor inquebrantable que los brasileños sienten por las vacunas. A pesar de todo —muertes, desastre económico, sufrimiento incalculable— no hemos sucumbido ante la desesperación. Al contrario, seguimos siendo de los ciudadanos más entusiastas respecto de la inoculación en el mundo.

No siempre ha sido así. En diciembre pasado, casi uno de cada cuatro brasileños pensaba rechazar la vacuna. Por aquel entonces, el presidente decía que “no iba a vacunarse y punto” y que los ciudadanos tendrían que firmar una exención de responsabilidad para vacunarse. Bolsonaro también exageró los efectos secundarios de las vacunas e insinuó que la vacuna de Pfizer podría convertir a la gente en cocodrilos. No obstante, en cuanto comenzó nuestra campaña nacional de vacunación, a finales de enero, las dudas empezaron a disiparse. Cuantas más personas se vacunaban, más querían vacunarse también los demás.

Sucedió de manera casi natural, como si la gente solo hubiera recuperado el sentido común. Primero estuvo la sensación viral de “Vacina Butantan”, un hipnótico remix de un músico de “funk” llamado MC Fioti que celebraba la inoculación. Grabado en el interior de uno de los principales institutos de investigación biomédica de Brasil —con el personal que bailaba—, pronto acumuló trece millones de vistas en YouTube. Cuando Río de Janeiro comenzó, el primero de febrero, a vacunar a los mayores de 99 años, la alegría fue generalizada: la vacuna estaba en camino. Pronto llegaron las largas filas de autos, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, mientras la gente esperaba con ansias su turno.

Los esfuerzos de Bolsonaro por desalentar la vacunación estaban fracasando. Luego, en marzo, las cosas empeoraron para él. Un juez del Supremo Tribunal Federal descartó varios casos de corrupción contra el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, el más grande rival de Bolsonaro, con lo cual se restauran sus derechos políticos y se despeja el camino para una candidatura presidencial el próximo año. En su primer discurso después de la decisión del juez, Lula da Silva condenó el mal manejo de la pandemia por parte del gobierno e instó a la población a vacunarse.

Horas después, como por arte de magia, Bolsonaro apareció en público con cubrebocas y dijo que siempre había apoyado la vacunación. A finales de mes, el número de brasileños que se negaban a ser vacunados había disminuido de manera drástica hasta llegar al nueve por ciento. En julio, la cifra había bajado al cinco por ciento, lo que sitúa al país entre los países que mejor han aceptado la vacunación en el mundo.

El entusiasmo por la vacunación también se aprecia en las tasas de aceptación. La población de edad avanzada en Brasil, uno de los primeros grupos a los que se dirigió la vacunación, se ha inoculado con gran éxito: el 87,5 por ciento de las personas mayores de 65 años han recibido el total de sus dosis, un porcentaje mayor que en Estados Unidos, donde las vacunas son mucho más fáciles de conseguir.

De hecho, me di cuenta el otro día de que no conozco personalmente a nadie que no vaya a vacunarse, incluso entre los que votaron por Bolsonaro y aún lo defienden, y los que inicialmente dudaban. No es solo en mi círculo social: el hijo mayor de Bolsonaro —a quien definitivamente no conozco— recibió hace poco su primera dosis. Hace unos meses, el jefe de gabinete del presidente fue captado por una cámara admitiendo que se había vacunado “en secreto”. Otro ejemplo emblemático de las ansias por la vacunación de los brasileños fue que un fugitivo de la justicia, en lugar de escapar a las colinas, se formó en una fila de vacunación, pero fue detenido antes de lograrlo. (¡Lo siento por él!).

Eso no significa que el resto de nuestra trayectoria en esta pandemia sea menos trágica: seguimos registrando cerca de mil muertes por COVID-19 al día. El país sigue luchando por adherirse a algunas de las medidas más básicas para frenar la transmisión del virus, como el distanciamiento social y el uso adecuado de cubrebocas, y fracasa de manera rotunda con algunas otras, como las pruebas masivas y el rastreo de contactos. Sin embargo, simplemente no tenemos suficientes vacunas para satisfacer nuestro afán por recibirlas.

No olvidemos —nunca— el hecho de que el Ministerio de Salud de Brasil ignoró 101 correos electrónicos de Pfizer, en los que la farmacéutica le ofrecía vacunas, según la investigación parlamentaria sobre la gestión gubernamental de la pandemia. El ministerio también rechazó 42,5 millones de dosis de Covax, la iniciativa de reparto de vacunas de la Organización Mundial de la Salud, mientras el gobierno intentaba sacar adelante acuerdos ocultos de vacunas, potencialmente corruptos.

Como resultado, mientras nuestro sistema sanitario podría haber vacunado con facilidad a más de dos millones de personas al día, algunas ciudades siguen quedándose sin dosis. El despliegue sigue siendo dolorosamente lento; seis meses después, solo el 21 por ciento de la población tiene el esquema de inmunización completo. Nuestros vecinos de Chile y Uruguay van mucho mejor, con un 65 por ciento.

No obstante, la esperanza es inequívoca. Después de todo, parece que ni siquiera uno de los peores líderes del mundo —con sus planes descabellados, su incompetencia y sus noticias falsas— fue capaz de hacer tambalear la confianza de los brasileños en las vacunas y en nuestro sistema de salud pública.

Incluso quizá vivamos lo suficiente para verlo perder su puesto.


Vanessa Barbara es editora del sitio web literario A Hortaliça, autora de dos novelas y dos libros de no ficción en portugués, y colaboradora de Opinión.