Manifestación en São Paulo, Brasil, en junio de 2014 para conmemorar el primer aniversario de las “jornadas de junio”, cuando más de un millón de personas tomaron las calles del país para protestar contra el aumento en las tarifas del transporte público. Credit Miguel Schincariol/Agence France-Presse — Getty Images

The New York Times (en Español)
24 de marzo de 2018

por Vanessa Barbara
Contributing Op-ed Writer

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SÃO PAULO — La historia es así: el gobierno anuncia otro aumento en la tarifa del transporte público, así que unos cuantos brasileños toman las calles, marchan unos kilómetros y después la policía decide que ya fue suficiente. Acto seguido, hay una especie de exhibición pirotécnica, con gas y explosiones. Todos se van a casa; algunos después de una corta estancia en la estación local de policía, otros más con unos moretones de recuerdo.

Unos días después, hay otra manifestación. Y luego otra más. La historia se repite unas cuantas veces hasta que todos están cansados, satanizados o suficientemente intimidados. Las tarifas siguen siendo indignantes y subirán de nuevo el año próximo.

En años recientes varias quejas han desencadenado este tipo de protestas: reformas laborales; la reorganización de las escuelas públicas; una presidencia ilegítima e impopular; una Copa del Mundo costosa y tonta; unos catastróficos Juegos Olímpicos de Verano. Al final, todas esas cosas siguieron adelante, como si nadie hubiera perdido los dientes protestando en su contra.

Esta rutina comenzó en junio de 2013, en lo que ahora se conoce como las Jornadas de Junio. Todo comenzó con las manifestaciones en contra del aumento al precio del transporte público. Cuando la policía recurrió a la violencia para acabar con ellas, las protestas crecieron. Más de un millón de personas en todo el país tomaron las calles.

Estas manifestaciones engendraron una pequeña generación de militantes de izquierda opuestos al autoritarismo y apartidistas, que siguieron protestando durante varios años sucesivos contra todo tipo de problemas. Se les ha tachado de bandidos, vándalos, peones políticos o sencillamente ineficaces (esta última acusación podría no ser del todo inexacta). Sin embargo, ahora también se les responsabiliza por el avance de la derecha en la política brasileña y por la destitución de la expresidenta Dilma Rousseff.

“Nos apresuramos a pensar que 2013 fue democrático”, declaró el año pasado Luiz Inácio Lula da Silva, el popular expresidente e icono de la izquierda brasileña. “Creo sinceramente que la destitución de Rousseff no habría ocurrido de no ser por las Jornadas de Junio”, escribió Fernando Haddad, exalcalde de São Paulo y una figura importante del Partido de los Trabajadores de Lula da Silva. “En mi opinión, ahí fue cuando empezó el golpe de Estado”, escribió Da Silva en su cuenta de Twitter en enero.

¿Por qué estos políticos de izquierda consideran agentes de la derecha a los protestantes que sin duda son de izquierda? Bueno, en parte porque es fácil experimentar angustia ante un movimiento incontrolable y carente de líderes cuyas demandas son plurales.

Sin embargo, existe otra razón. Después de junio de 2013, algunas personas protestaron contra la corrupción en general, incluyendo la del Partido de los Trabajadores, que estaba en el poder en ese momento. Eso acabó por desatar cinco manifestaciones multitudinarias de la derecha que exigían la salida de Rousseff, la presidenta electa que provenía de ese partido. En agosto de 2016, los manifestantes de derecha vieron cómo su deseo se materializó.

No obstante, no hay una línea recta que vaya desde las protestas de 2013 hasta la destitución de 2016. Los mítines callejeros no fueron la oportunidad de oro que todos estaban esperando para derrocar a Rousseff ni tampoco el factor principal que acabó por permitirles hacerse con el poder. Después de todo, muchos de los que están en la derecha trabajaron en el gobierno de Rousseff (recordemos que el presidente Michel Temer fue vicepresidente de Rousseff).

La derecha tampoco “secuestró” un movimiento intrínsecamente anárquico, considerando el hecho de que muchas otras personas continúan realizando sus mítines progresistas, que han sido pequeños pero bastante molestos (piensen, por ejemplo, en las manifestaciones en contra de la Copa Mundial de 2014. En ese entonces, criticar ese acontecimiento por cualquier motivo se consideraba una afrenta para el gobierno de izquierda).

Esa perspectiva es simplista y solo sirve para evadir el peso de la responsabilidad. En trece años de gobierno del Partido de los Trabajadores, la izquierda tradicional perdió muchas oportunidades cruciales para conseguir un cambio efectivo en Brasil. Ahora necesitan a alguien más a quién culpar por sus derrotas. El actual chivo expiatorio parecen ser los protestantes de la extrema izquierda, aquellos que se atrevieron a criticar las decisiones del Partido de los Trabajadores en el pasado.

La verdad es que el movimiento que comenzó en 2013 ha protestado en contra de las malas políticas de todos los gobiernos, sean de izquierda o derecha, sin importar si esas acciones podían afectar o no a un partido político en particular.

Estos manifestantes no necesariamente se alinearon con otros movimientos sociales tradicionales, como el de quienes carecen de tierras o los trabajadores sin vivienda, los sindicatos o las organizaciones estudiantiles. Rechazan la autoridad jerárquica y son imposibles de controlar; además, traen a colación cuestiones importantes, a veces mucho antes que los demás.

Los mítines también podrían ser una forma de generar una nueva conciencia colectiva y promover la solidaridad a mayor escala.

Por ejemplo: el Movimiento de la Tarifa Gratuita, el principal grupo detrás de las protestas de 2013, no redujo los precios del transporte, pero sí forzó a los políticos y a los ciudadanos de clase media a pensar seriamente, por primera vez, en la necesidad de dejar de dar prioridad a los automóviles y comenzar a invertir en el transporte público.

Otro ejemplo: poco a poco, la gente está comenzando a entender que los eventos deportivos mundiales no son tan buena idea después de todo, en especial para los pobres. Los activistas fueron los primeros en debatir el tema en los términos concretos en los que estaban siendo afectados, y los acontecimientos demostraron que estaban en lo correcto. A pesar de las acusaciones del Partido de los Trabajadores y sus seguidores, esos fueron argumentos progresistas.

Algunas veces, no se logra nada concreto de inmediato, pero nuevas ideas ingresan al ámbito de lo posible. Tal vez más tarde asciendan al ámbito de lo necesario y, después, al de lo inevitable. Por ahora, el transporte público gratuito sigue siendo una utopía, pero los servicios médicos universales y las escuelas públicas gratuitas no lo son.

Los mítines también podrían ser una forma de generar una nueva conciencia colectiva y promover la solidaridad a mayor escala. Desde la perspectiva del partido gobernante, nada es más democrático que aceptar esto. Las protestas también pueden tener una especie de belleza kantiana, independiente de los resultados. Como Daniel Cohn-Bendit, líder estudiantil de las protestas de 1968 en París, escribió: “Percibimos algo, fugazmente, que luego se desvanece. Pero basta para demostrar que ese algo puede existir”.

Ya es hora de que el principal partido de izquierda de Brasil deje de culpar a las calles y se reconcilie con 2013. Quizá entonces pueda encontrar distintos caminos de acción, un destello de posibilidad, nuevas utopías y una alternativa viable para las próximas elecciones presidenciales.


Vanessa Barbara es colaboradora de nuestra sección de Opinión, editora de la página web de literatura A Hortaliça y autora de dos novelas y dos libros de no ficción en portugués.

A version of this op-ed appears in print on March 21, 2018, on Page A15 of the National edition with the headline: Why bother protesting?.