Noches de lechuga (fragmento)

Postado em: 9th março 2018 por Vanessa Barbara em Traduções
Tags:

Revista 2384 (España)
Março de 2018 – n. 21

por Vanessa Barbara
traducción de Sergio Colina Martín

Cuando Ada murió, la ropa aún no se había secado. El elástico de los pantalones continuaba húmedo, los calcetines gruesos, las camisetas y las toallas de cara colgadas del revés, nada estaba listo. Había un pañuelo en remojo dentro del balde. Los botes reciclables lavados en la pila, la cama deshecha, los paquetes de galletas abiertos encima del sofá… Ada se había marchado sin regar las plantas. Las cosas de la casa aguantaban la respiración y esperaban. Desde entonces, la casa sin Ada tiene los cajones vacíos.

Otto y Ada se casaron en 1958, durante un cambio de alcalde en la ciudad. Se compraron una casa amarilla y decidieron que no tendrían hijos, perros, gatos y ni siquiera un conejo de mascota. Vivieron casi cincuenta años cocinando juntos, montando enormes rompecabezas de castillos europeos y jugando al ping-pong los fines de semana, hasta que llegó la artritis y la actividad se volvió imposible. Ada fue envejeciendo con Otto, y a fin de cuentas era casi imposible distinguir el tono de voz, la risa o la forma de andar de uno u otro. Ada llevaba el pelo corto, era delgada y le gustaba la coliflor. Otto llevaba el pelo corto, era delgado y le gustaba la coliflor. Andaban sin parar por los pasillos y sacaban juntos la basura. Ada arreglaba la casa, con sus variadas minucias, y hacía la mayor parte del trabajo doméstico, mientras Otto la seguía contando historias sin clímax. Eran buenos amigos, de modo que la muerte de Ada trajo el silencio a los corredores de la casa amarilla.

Con el paso del tiempo, Otto fue aprendiendo lo que había que hacer con las bombillas fundidas, pero continuaba sin tener ganas de quitarse el pijama. Y así fue pasando el tiempo, enrollado en una manta a cuadros, incluso en los días de calor, echando de menos a Ada y cuidando de las cosas domésticas, de las manchas en el sofá, de los platos sucios. Era un viudo silencioso, resignado y diligente. Veía en sus tareas la presencia de la esposa y por eso ya no quería salir de casa. Encargaba víveres de la tienda local, medicinas de la farmacia, vivía tranquilo y no molestaba a nadie.

Siempre respetuosos, los repartidores cultivaban ese silencio: llamaban a la puerta como si entrasen en un monasterio, le pedían a Otto que firmase los recibos, le preguntaban si estaba todo bien sólo por preguntar algo. Les gustaba mirar hacia arriba y decir: va a llover más tarde, le convendría recoger la ropa del tendedero, quizás refresque un poco y tenga que cambiar de pijama. Qué tiempo más loco. ¿Cómo va la ciática? Otto decía que sí con la cabeza, medio distraído, pensando en que los repartidores se comportaban de forma diferente cuando Ada vivía allí. Ada atendía el timbre e inmediatamente ya estaba mandando al mozo de la farmacia que se sentase. Nico abría la mochila para mostrar alguna cosa y los dos se ponían a cuchichear sobre asuntos muy importantes, de manera que, a veces, Nico hasta se olvidaba de entregar las pomadas, las aspirinas y los medicamentos para la presión.

Ada guardaba todos los secretos del barrio. Conocía historias de cada uno de los vecinos y se las contaba casi en susurros durante la cena a Otto: Nico ganaba una miseria en la farmacia, lo que quería era ser nadador profesional, vivía con su madre y pasaba el tiempo libre en la academia. Se reía como un macaco, con la boca abierta al máximo, sin hacer ruido. Un día se sumergió y, cuando subió a la superficie, se estaba riendo de esa forma. “Todo el mundo se rió”, contó Ada. “Se volvió a sumergir, subió, y se rió. Todo el mundo se rió. Ahí él volvió a hundirse y ya no volvió. No se estaba riendo, se estaba ahogando. Moraleja: si te ríes con la misma cara con la que te ahogas, cambia de hábitos”.

Pero la historia no era trágica y Nico consiguió volver a ponerse en forma, ayudado por los colegas de natación. Nadaba muy mal, pero decidió que atravesaría el estrecho de Dover aunque para ello tuviese que pasar a trabajar a media jornada en la farmacia. Ada acompañaba su saga acuática con los ojos muy abiertos y un grandísimo interés, como si se tratase de una novela muy intrincada que luego ella pudiese contar a Otto, capítulo a capítulo. En el vecindario, Ada era el personaje central. Ella era quien organizaba las kermeses, era ella quien resolvía los problemas y conseguía empleo a quienes necesitaban trabajo. Incluso los que no querían terminaban con algún puesto de empaquetador en la verdulería, de repente, como quien recibe una visita un domingo por la mañana.

Tras la muerte de Ada, el vecindario respetó un luto de tres días, periodo en el que ni siquiera los perros de la señora Teresa gruñeron. El cartero dejó de entregar la correspondencia por puro sentido de comedimiento, ya que tenía la costumbre de pasar cantando “Bem Feioso Foi Aquele” a gritos, y tampoco nadie encendió la radio bien alta, nadie gritó al hablar por el móvil, nadie enchufó la licuadora a las dos de la mañana para batir crema de aguacate. Después de ese periodo, la ciudad volvió a su desorden habitual. Solo en aquella casa enorme, Otto se quedó aún más triste: cada vez que pasaba el afilador de tijeras era un recuerdo de que Ada ya no estaba allí; no saltaría del sofá ni iría corriendo a asomarse por la ventana, gesticulando de forma alborotada y riéndose por la nariz. Ahora, cada vez que los perros de la señora Teresa se escapaban, él cerraba los ojos e intentaba imaginarse a Ada disparada, dando a tumbos por la calle, gritando para que todos se pusiesen a salvo mientras pudiesen, realmente asustada con el can desgobernado que se arrojaba contra los portones y dejaba en la calle un rastro de pulgas, hasta que la señora Teresa lo alcanzaba lanzándole una botella de plástico y restablecía el orden. 

Otto no había convivido con los vecinos más que por intermediación de Ada, y ahora estaba aislado en aquel mar de locura colectiva. Decidió continuar sentado en la sala, con la manta en las rodillas, asistiendo calladamente al paso de los días. Sin Ada para explicar las historias, las cosas sucedían de forma inconexa. Pero poco a poco Otto iba escuchando una conversación aquí, una batidora allí, y empezaba a entender a los vecinos.

Por ejemplo: una noche los recién casados fueron a ver una película doblada. Era un documental sobre la madre camello Ingen Temee, que da a luz a un camello albino. A ella no le gusta su cría y la repudia, de manera que el retoño albino se pasa toda la película llorando. En un giro narrativo de cuño humano, el pequeño Ugna decide ir a la aldea a buscar a un violinista que toque una música bien bonita para conseguir gustarle a la madre camello. Funciona. El pequeño Ugna es muy astuto. Entonces el padre del pequeño Ugna revela al público que los camellos tenían, originalmente, tenían astas, pero un día se los prestaron a los ciervos para que estos los usaran en una fiesta. Por eso, hasta la fecha, los ciervos permanecen mirando impasibles al horizonte (incluso mientras mastican), esperando el día en que podrán recuperar sus ornamentos óseos.